Hola, mundo.
Muchas veces, el emperador va
desnudo y nadie se atreve a decirlo hasta que un niño va y lo suelta como quien
no quiere la cosa. A lo largo de mi vida, en más de una ocasión, yo he jugado
el mismo papel que ese niño respondón, en cuestiones importantes y en otras
apenas trascendentales. Hoy, voy a volver a hacerlo sobre un tema que, quizás,
no sea muy relevante pero sobre el que todo el mundo parece estar de acuerdo.
Casi todos consideran que Casablanca (1942)
de Michael Curtiz. Yo, sin embargo, pienso lo contrario. Puede ser que en dicha
opinión influya la que fue mi vida durante bastantes años. Conozco muy bien la
noche y sé que no es el ambiente más propicio para el romanticismo. Yo he visto
nacer amores eternos que no pasaban más allá del siguiente fin de semana. Por
lo tanto, cuando veo en pantalla que en un café de Marruecos, por muy elegante
que sea, en plena II Guerra Mundial, en un ambiente sórdido en el que cualquiera
estaría dispuesto a vender a su madre para salir de esa ratonera, parecen nacer
amores intensos e incondicionales, soy bastante, bastante escéptico.
En realidad, y eso es lo que en
la actualidad no se percibe tan claramente al ver la película como pudo ser
percibido en el momento del estreno, es que Casablanca
es un film básicamente político. Nos habla de un momento en que el nazismo
está en pleno apogeo y lo que nos quiere decir a los espectadores es que hay
que anteponerlo todo, incluso las cuestiones más personales, a la derrota de
ese peligroso oponente. Por lo tanto, cuando Humphrey Bogart se reencuentra,
sin esperarlo, con Ingrid Bergman y revive en la memoria la historia de amor
que tuvo con ella en París, todo va destinado a que al final el Pepito Grillo
que él (como todos nosotros) tiene en su cabeza le diga: “Mira, Humphrey, no te
metas en líos. Ingrid ya te dejó una vez y, a lo mejor, vuelve a dejarte algún
día. Así que haz lo que tienes que hacer en las circunstancias actuales: deja
que Ingrid se vaya con su marido y que este pueda luchar con plena energía
contra el nazismo que es lo que en verdad importa ahora mismo”. Y eso es lo que
al final ocurre, que Humphrey Bogart mete en el avión a Ingrid Bergman y,
¡hala!, pelillos a la mar.
Imagen de Casablanca en la que vemos uno de los
momentos clave de la película, con Claude Rains, Humphrey Bogart e Ingrid
Bergman
Si hay alguna duda de que Casablanca es una película esencialmente
política, su famosa secuencia final lo subraya plenamente. El capitán Louis
Renault (Claude Rains) arroja a la papelera una botella de agua de Vichy. Vichy
era, tras la invasión nazi, la ciudad donde se había establecido el gobierno
francés presidido por Pétain, que construyó un régimen que colaboraba plenamente
con el nazismo. Por tanto, lo que Renault está diciendo en su gesto con la
botella es que ese régimen, tolerado por Hitler a cambio de la ayuda que
presta, tiene que ser arrojado, directamente, a la basura. Y, a continuación,
la famosa frase de Bogart con que se cierra la película (“Este es el principio
de una gran amistad”) representa el deseo de alianza entre Estados Unidos y la
Francia Libre representada por Charles de Gaulle. Es decir, el colofón del film
no se refiere a amores románticos ni nada por el estilo sino a qué estrategia
hay que seguir para vencer al adversario. Ni más ni menos.
Escena final de Casablanca: la esperanza de que Estados
Unidos y la Francia Libre se unan por mucho tiempo para poner freno a las
dictaduras fascistas
Créanme: si buscan encontrar un
amor para toda la vida (si es que existe), no lo van a encontrar en el ambiente
nocturno de un bar. Podrán encontrar, posiblemente, un amor eterno que dure un
par de noches. Pero solo eso. El romanticismo, si aún queda algo de él, está en
otros lugares y en otros momentos.
Hasta muy pronto y, mientras
tanto, sed buenos.
Eso sí, siempre nos
quedará París…
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